¡Crack!

Una botella ha caído al suelo y te interrumpe.

¡Crack!

Has dejado la ventana abierta. Han anunciado tormentas por huracán y vientos furiosos recorren la ciudad.

Vuelves a lo tuyo. Te miras en el pequeño espejo que cuelga en la pared de tu cuarto. Te preguntas si tienes lo necesario, Te lo preguntaste ayer y lo haces ahora. Aun sin respuesta, hiciste lo que te tocaba y te dices que lo has hecho bien. El día aún no amanece. Despertaste temprano para mirar el noticiario. Enciendes la televisión y escuchas tranquilamente sobre la muerte de 12 personas en el aeropuerto por bomba. Inflas el pecho y sientes un poco de orgullo creciendo en ti. Solo falta una cosa, que digan algo y ya está, toda tu vida justificada.

Solo deben decir tu nombre..

No lo dicen.

Te vuelves loco. Repasas los hechos uno por uno, como los metros cuadrados del cuarto. Llegaste al aeropuerto, compraste el ticket, procuraste no ser muy serio con la señorita de la ventanilla, tampoco alegre. Piensas en la inutilidad de tu esfuerzo, ella jamás reparó en tu rostro o en tu humor. Eran dos maletas, en la pequeña, de mano, llevabas la bomba y en la otra ropa vieja y recortes de revista para hacer peso. La maleta grande la has dejado sin cuidado sobre un carrito que llevaba montones de maletas. A la pequeña le prestaste más atención. Buscaste un lugar estratégico, que fuera perfecto para que hiciera mucho daño. Te decidiste a dejarla sobre una columna en la sala de espera.

Mientras caminabas fuera del aeropuerto calculaste cual sería el saldo. Pensaste en más de 30 muertos y unas 7 u 8 decenas de heridos. Por supuesto que la cifra que daba el comentador no era mala: 12 muertos y dos docenas de heridos. Pero no dejas de pensar en la falla trágica de tu plan. ¿Cómo es que no saben tu nombre? ¿Y la foto que dejaste para que vieran tu rostro? ¿Qué ha pasado con la carta de motivos? Ellos nunca sabrán por qué lo hiciste.

Tampoco han tenido efecto las cartas a los noticieros y periódicos. La televisión siempre encendida en los telediarios, las mesas repletas de periódicos y revistas, la pantalla del celular llena de notificaciones. Nada habla de ti. En cambio, lees sobre chismes de farándula, desastres naturales, moda y belleza, revolución, autos lujosos, desempleo, publicidad de dentífricos, epidemias, muerte, arte. Y nada de eso importa, aunque todo te joda. Solo a ti te aqueja esa sensación de que venga una tras otra y no poder olvidar nada, ni los rostros hermosos que anuncian cremas rejuvenecedoras ni los rostros cargados de dolor golpeados por la policía. Solo queda ese rastro de dolor que dentro tuyo te rompe y hace…

⎯ ¡Crack!

Te interrumpe el comentador que imita el sonido de la columna al momento que explota la bomba. Después parece aburrirle el aeropuerto y empieza hablar sobre el robo de armamento militar por parte de la cúpula del Grupo Armado Revolucionario.

Apagas la televisión.

Sientes hambre. Sales de casa maldiciendo al alto cielo que se hace cada vez más oscuro conforme avanza la mañana. Te sorprende la calle vacía. Con toda esa soledad no te sientes seguro. Tenías planeado ir a desayunar a la casa de La negra, pero estás asustado y entras a un minisúper. Compras huevos, leche, pan. Solo lo necesario para el desayuno. En la caja le sonríes a la cajera que se te ha hecho guapa, pero ella no repara en ti, ni en la sonrisa que tímidamente esbozaste para ella, ni en el “buenos días” que con un toque dulce pretendías ella devolviera a ti. No. Solo toma el billete y te da el vuelto con frialdad. Sales sintiéndote pequeño.

Caminas de vuelta a casa. Caminas y piensas de vuelta a casa. No dejas de pensar en lo estúpido que te viste en el minisúper. Lo haces una y otra vez. El repaso de la tortura se hace evidente en tu aspecto físico, encogido por la calle, con un paso cansino, como si estuvieras al final de la maratón, corriendo sobre pensamientos que torturan y desgastan. No te hubiera sido posible salir de ahí sino fuera por el trueno que avisó la tormenta.

¡Crack!

Se ha abierto el cielo. Una leve llovizna empieza a caer sobre la ciudad y se hace fuerte conforme avanzas. De pronto cae un aguacero y te decides por resguardarte bajo un pequeño techo de un quiosco de periódicos. Te adentras y haces una mueca como saludo al vendedor. Él simplemente te mira y se gira hacia el otro lado. Miras a la calle esperando que pase pronto la lluvia, pero el cielo no da rastros de querer cambiar y te pones a mirar las portadas de los diarios. En casi todos ellos la nota en la portada es la captura del líder revolucionario, empiezas a tomar unos cuantos, los que no parezcan una réplica de comunicado de gobierno. Uno que pregunta: “¿La captura del líder aminorará el fuego revolucionario?”, uno que tiene como portada el ataque en el aeropuerto, uno que afirma: “La captura del líder intensificará el fuego revolucionario”. Los compras todos.

La lluvia da una pequeña tregua. Avanzas rápidamente, tu casa no está lejos y parece que en cualquier momento vuelve la lluvia. Vas con paso apresurado, tu casa está a la vuelta, a solo un par de cuadras. Tomas la esquina con prisa, casi resbalas por el suelo mojado. Empieza a arreciar la lluvia y andas con más prisa. A media cuadra te sorprende un rayo que no cae muy lejos de ahí. Miras embobado el alto cielo y lo maldices de nuevo. No has terminado de hacerlo cuando gritos de multitud te llaman la atención. Giras la cabeza para todos lados, adivinando de dónde vienen. Cuando por fin lo haces ya viene encaminado a ti el ejército revolucionario girando la esquina.

Del otro lado, sin que te dieras cuenta, se ha instalado ya un grupo militar armado, más grande que el revolucionario. Avanzan con más precisión, más coordinados, pero con menos gracia. Estás en mitad de la calle, no sabes dónde meterte, no tienes donde hacerlo. La calle ahora está repleta. Con toda esa gente ahí no te sientes seguro. Pides perdón al alto cielo, jamás fue tu intención maldecirlo. Cierras los ojos mientras oyes los pasos de ambos lados acercarse a ti. Tienes miedo, pero estás lúcido. En ese momento recuerdas que la carta y tu foto las metiste en la maleta grande y olvidaste sacarlas para dejarlas por ahí, para que alguien las encontrara. “Es un mal plan de todos modos”, te repites con cierto consuelo por tu estupidez.

Suena el primer disparo. No sabes de dónde viene. Piensas que quizá fueron los revolucionarios, pero ellos nunca empiezan el tiroteo. Te persignas y no te das cuenta hasta que tus labios tocan la cruz que has hecho con el pulgar y el índice. Más disparos te arrinconan. Te pegas a una puerta que esperas se abra. La golpeas tanto y tanto, casi al unísono en que salen disparadas las balas. Después de un rato sabes que nadie va a abrir. Tu siguiente idea es huir corriendo y esperar que ninguna bala perdida te toque. Sales a toda velocidad, pero al sentir las balas rozar solo piensas en volver a cubierto. Te tiras en un pequeño pórtico pensando en que quizá sobrevivas, no tienes bando y nada que temer y solo te quedas ahí, a mirar cómo se desploma la gente. “Debería ponerles una bomba en el culo a todos ellos”, piensas.

Dicho pensamiento te hace gracia. Los imaginas explotando del culo. La imagen grotesca de la sangre y la mierda volando por el aire es más divertida que repulsiva. Ríes y ríes y ríes. Es una felicidad de la que te sentías incapaz, pero ahora, en medio de la batalla, te invade esa sensación de tranquilidad cálida. Te acomodas y quedas sentado con la espalda recargada en la puerta. La sensación crece, viene de ti, de un costado. Es entonces cuando te das cuenta de que una bala te ha alcanzado debajo de las costillas. Jamás lo sentiste. Estás perdiendo sangre y, sin embargo, te sientes excelente. “En fin”, suspiras.

Te tocas la herida. Calculas la probabilidad de sobrevivir. La perforación no es grande, seguramente un calibre pequeño. El sangrado es constante pero no demasiado. Calculas que llevas casi un minuto con la herida y todavía piensas con claridad. “No voy a morir”, piensas y lo repites para reconfortarte. Te miras de nuevo el costado, ya has manchado el suelo de sangre. Miras la mancha con cierta fascinación, ese punto preciso es ahora tuyo, ese punto al que volverás después para contar a alguien que justo aquí te estabas muriendo. Es una gran mancha en realidad, la lluvia que aún cae parece diluirla y se hace enorme y se mezcla con el resto. Sabes que la suerte es la misma, por eso no importa que haya caído una granada justo al medio de la mancha. La miras con resignación. No intentas levantarte ni tomarla para arrojarla a otro sitio. Solo la miras.

Es curioso que al momento en que estalla la granada no oigas la explosión sino tu quijada fragmentándose.

¡Crack!

        

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