De áurea micción
Redacto este texto mientras afuera cae una tormenta. Por mi ventana escurre, seminal, la lluvia. La temporada pluvia me revitaliza uno de los placeres que considero más sacramentales: la urolagnia, es decir, miccionar a una persona como rapsodia de la copulación; en este caso, a mí.
Los orígenes de este acto, que la aburrida psicología de los placeres cataloga como patología, datan de la antigua e infuocatta Grecia. Su personaje principal, pueden suponerlo, es ese loco e impetuoso macho llamado Zeus, quien se sentía tan enardecido por Dánae que urdió un artificio para cogérsela.
La hija de Acrisio, rey de Argos, estaba encerrada en una jaula de bronce debido a que el oráculo había apercibido al monarca de que sería indefectiblemente asesinado por su nieto. Así que Zeus, el máximo numen lúbrico de la mitología helénica, se convirtió en lluvia dorada –sí, brillante y blonda–, cayó sobre Dánae y la dejó grávida.
Yo, la suscribiente, descubrí este deleite sexual algo tarde en mi vida: a los dieciséis años. Massimo, de treinta y cinco, me había puesto de rodillas frente a él, como acostumbraba –en posición de comulgar, decía–, para eyacular en mi boca después de que ya me había endilgado varios orgasmos de delicia púber. Le extraje hasta la última gota de semen de su no tan largo pero sí ancho y cabezudo falo; incluso, solía apretarle con dulzura los huevos para que arrojaran todo su potaje y yo lo pudiera tragar como semiamargo alimento proteínico.
Se vino tan fuerte aquella vez que enseguida el ojal de su verga liberó sobre mí un chisguete de orina. La comunión de esa ocasión fue doble: líquido espermático y micción áurea. Como ya había dejado de mamarle el cipote, la ración cetrina de su uretra cayó sobre mi cara y escurrió hasta mis pechos de pezones aún erectos, dándoles de beber a esas mis dos gacelas –como las llamaba Massimo citando el Cantar de los Cantares–. Pude paladear algo de su consistencia cálida como “el gusto del buen vino que al correr moja y acaricia los labios…”, aseguraba el sabio Salomón, y la experiencia inesperada me gustó. Mi cuerpo recibía ahora de él su orina, como ofrenda a su esposa, es decir, yo, su “jardín privado, tesoro mío… manantial apartado, fuente escondida de agua fresca” –como me decía de cariño Massimo–. Debajo de mi lengua había depositado leche y miel, después de haberme hecho pagar mis pecados con su rollizo pito confesional.
Días después, aquel de mis primeros amantes pasó a recogerme al colegio, para después retozar toda la tarde en su colchón. Dejé que consumiera en mí sus ansias pederastas durante horas y horas. Cuando ya se había saciado, le pedí que meara sobre mi cuerpo mientras yo me masturbaba con fruición; quería que mi última venida de esa tarde fuera bañada en su orín.
Massimo accedió. Comencé a dedearme, le dije que yo le avisaría el momento preciso, cuando ya estuviera in extremis orgásmico; que contuviera su micción unos minutos más. Conocedora de mis recovecos genitales, no tardé mucho en ponerme en fase volcánica. A una señal mía, su orina comenzó a caer aquende y allende de mis tetas, de mi abdomen y, por supuesto, de mi monte de Venus siempre afeitado a cero.
Logré hacer un ligero cuenco con la mano que me lanceteaba y sentí que me introducía la orina por la vulva, ya para esos instantes de labios hinchados y algo cárdenos. Después de unos minutos de chapoteo intenso, me vine a gritos. La transustanciación ocurrió. Su orina había transformado mi cuerpo, ahora era más suya que nunca, pues mis poros consumieron su líquido uretral, con lo cual yo consideraba que me había penetrado de manera diferente. Aparte de su sudor, de su saliva y de su esperma, ahora rezumaba en mí orina de Massimo, mi hierofante, ese sacerdote del fornicio que me había descubierto más de un misterio sagrado.
No me quise bañar esa tarde. Regresé a casa con aquel olor tan particular. Me acosté para que mi cuerpo siguiera marinándose en las eyecciones de Massimo, sobre todo la de la lluvia dorada que me había prodigado, la cual sentía me había hecho florecer y ahora sí se materializaba aquello que mi señor coital me leía después de poseerme: “Tus muslos resguardan un paraíso de granadas con especias exóticas: alheña con nardo, nardo con azafrán, cálamo aromático y canela, con toda clase de árboles de incienso, mirra y áloes…”.
Massimo desapareció con el tiempo, pero me legó la pasión por las Sagradas Escrituras y por las cogidas proverbiales. Con el transcurrir de los años he destinado el placer de la urolagnia sólo para hombres que en realidad lo valgan. Es mi parafilia champán. Extendí la capacidad genital masculina de ofrecer no únicamente fricción y semen, sino también la recreación de esa ceremonia tan lujuriosamente mitológica.
Hija de inmigrantes italianos que huyeron a México tras el colgamiento del Duce. De estudios furtivos en varias disciplinas, le gusta saberse aprendiz de todo y maestra de nada. No suele presentarse abiertamente en público, ni mostrar fotos suyas, pero quienes la conocen han dicho sobre ella que detrás de su apariencia angelical se esconde una mujer astuta, calculadora y a todas luces lúbrica. “Su magia venérea es un arma de dos filos”, aseguran. Entre sus obras editadas en italiano destacan: El secreto de las flores muertas y Aquel colchón susurrante. Tiene en proceso la novela biográfica de corte erótico que se intitulará: La verga de Rasputín aún late.