Fábula

En el principio sólo estaban ellos dos. El hombre y la cucaracha. Cuando el hombre decidió tomar posesión del lugar, la cucaracha ya estaba instalada a sus anchas en un rincón por debajo del papel tapiz. Su encuentro fue épico, se enfrentaron cara a cara una mañana en la que el sol entraba con descaro por la ventana y los dos se disponían a comer. Al hombre le aguardaba un trozo de pastel enorme y deleitoso encima de la mesa, mientras que la cucaracha esperaba con paciencia las migajas que con toda certeza caerían al suelo; pero la cucaracha no era tonta y sabía que tendría que esperar a que el hombre se fuera para poder disponer de tan suculento banquete. Se desafiaron con la mirada, pero ninguno se movió, la cucaracha esperaba el advenimiento de un pisotón para correr a su escondite a toda prisa y el hombre anticipaba la huida a toda velocidad para apresurarse a dejarle caer el pie encima con toda su fuerza antes de que lograra esconderse. Los dos permanecieron estáticos. Esperaron con paciencia hasta que el hombre retrocedió dándole la espalda y se sentó en la mesa a continuar con su pastel, la cucaracha imitó el movimiento y se retiró con sigilo hacia su rincón. Ese día un pacto de honor fue sellado. En silencio aceptaron que la presencia del otro sería tolerada en su espacio sin estorbar sus vidas mutuas y el hombre se coronó como soberano de la luz y la cucaracha como reina de las tinieblas.

Pero un reino no lo es si no hay a quién gobernar. Pronto la cucaracha se reprodujo y el reino de las tinieblas debajo del papel tapiz se llenó de sendas poblaciones de cucarachas que salían en hordas por las noches para buscar alimentarse, porque el alimento nunca faltó y no podía ser de otra manera porque el hombre hizo lo propio y creó copias y copias de sí mismo y tanto el hombre como su descendencia comían y bebían sin cuidado dejando el suelo sembrado de migajas. Los hombres eran dichosos en la luz, donde se sabían monarcas de todo lo que alcanzaba su mirada; mientras que, en las paredes, por debajo del papel tapiz, tan sólo entraba un tenue resplandor de sol unas pocas horas al día.

La casa que los albergaba también crecía sin parar, tanto como las mismas cucarachas, que vivían escondidas y hacinadas en las paredes y los hombres no eran capaces de percibir lo mucho que los rebasaban en número, por lo que después de algunos años la comida empezó a escasear. Los hombres eran más glotones que nunca, cada vez comían más y las rebanadas del pasado se habían convertido en sendos pasteles cada vez más grandes que devoraban sin ningún empacho. Los comían con fruición y cuando veían grumos que caían al suelo se agachaban para recogerlos y meterlos en sus bocas, a veces en sus bolsillos y otras veces simplemente los arrojaban por la ventana. Los mordían con avidez, sin protocolo alguno, tragaban pedazos de pastel tan rápido como podían, a veces, cuando se sentían especialmente insaciables, se ayudaban unos a otros a empujar trozos enteros de pastel por sus gargantas. Comían y engullían sin descanso día y noche, tuvieran o no hambre, se zambutían los pasteles hasta quedar con la boca llena de merengue y el estómago lleno de pan y azúcar. Cuando terminaban su festín, se quedaban sentados por horas dormitando y expulsando tremendas flatulencias que se colaban por las paredes hasta los nidos de las cucarachas. En la casa el aire era nocivo y las ventanas se opacaban por los vapores tóxicos que producían los hombres, se les había impregnado su hedor y el paisaje verde que antes se apreciaba en la lejanía ahora era una mancha como cualquier otra.

A los hombres les gustaba invitar a sus vecinos, organizaban fiestas con ellos donde comían pasteles juntos y tragaban y eructaban sin control. Un día, mientras los hombres festejaban que tenían tanto pastel para comer, una cucaracha tuvo la mala fortuna de ser vista por uno de los vecinos. Los hombres, aunque sabían de sobra que las paredes de su casa estaban repletas de cucarachas, no soportaron ser vistos con asco por sus vecinos, quienes alardeaban de ser muy limpios por haber exterminado a las cucarachas en sus casas desde hacía mucho tiempo. De manera que los hombres se dedicaron día y noche a dispersar a las cucarachas con gases tóxicos que esparcían por debajo del papel tapiz, limpiaban las ventanas durante horas para que recuperaran su transparencia. Otros lanzaban azúcar a las cucarachas para que éstas se distrajeran comiéndola mientras eran eliminadas. Mientras más comían los hombres, menos migajas dejaban caer, se habían vuelto avaros y envidiosos y se aseguraban de que las pocas sobras de pastel que caían al suelo estuvieran envenenadas. Las cucarachas cada vez encontraban menos migajas y las que no contenían ponzoña estaban duras y secas. Aunque esto no importaba tanto a las cucarachas, sí recordaban con nostalgia los días de los grumos llenos de merengue y mermelada. Había grupos de cucarachas que sólo comían el azúcar que les arrojaban los hombres, pero otras, hastiadas de azúcar y envenenadas, buscaban agua para aplacar su sed. No les quedó más remedio que ir más lejos en busca de alimento, escaparon a la mirada vigilante de los hombres y se escabulleron entre sus pies enormes y gordos. Unos de ellos se dieron cuenta mientras contaban sus migajas, levantaron sus carnes desparramadas sobre las sillas, elevaron sus gigantescos pies y las aplastaron contra el suelo. Aplastaron a cuarenta y tres cucarachas de un pisotón y se limpiaron los cadáveres de las suelas de sus zapatos. Los otros hombres vieron con beneplácito su comportamiento y los felicitaron, cada uno de ellos fue condecorado con un cinturón que llevaba la leyenda “NO HAY CUCARACHA QUE SE RESISTA A UN PISOTÓN”. Los hombres se paseaban por el departamento mostrando con orgullo su condecoración a hombres y cucarachas por igual. Querían que no quedara duda de lo poderosos que eran, y que llegado el momento no dudarían en elevar sus pies mastodónticos para aplastar lo que apareciera a su paso, aunque solo fuera para recibir otra condecoración.

Las cucarachas cada vez salían menos de sus escondites y los hombres casi llegaron a pensar que habían logrado exterminarlas, pero una noche, después de varios meses, escaparon por las grietas de las paredes en total silencio. Estaban cansadas y hambrientas, pero, sobre todo, estaban enfurecidas. Millones de cucarachas salieron de su encierro y depositaron sus excrementos en los pasteles de los hombres, no hubo un solo pastel que no fuera cubierto por completo, por dentro y por fuera. A la mañana siguiente, los hombres despertaron y comieron sus pasteles con avidez en total ignorancia de lo que estaban llevándose a la boca, daban la impresión de llevar meses sin comer. Engulleron sus pasteles todo el día sin descanso y las cucarachas los observaron complacidas desde su rincón con paciencia.

Los hombres enfermaron luego de su banquete, tragaron pastillas y jarabes para que desapareciera su malestar y por más medicinas que tomaban no conseguían alivio. Uno de los hombres, experto catador de pasteles y cuyo paladar era fino en extremo, descubrió el ingrediente secreto que estaba enfermando a los hombres. De inmediato lo comunicó al resto de su grupo. Todos mostraron indignación ante la conducta de las cucarachas, se ofendieron al ver cómo aquellos miserables insectos los habían traicionado. “¡Después de todo lo que hemos hecho por ellas!”, “¡qué se podía esperar de unos bichos rastreros!” Los hombres vomitaban del asco por saber que habían comido sus deliciosos pasteles repletos de las deposiciones de las cucarachas.

Era definitivo, no podían tolerar que las cucarachas hubieran mancillado de esa forma su manjar preferido. Confiados en su tamaño se plantaron frente al papel tapiz y abrieron la boca para escupir palabras sin sentido. Abrieron la boca tanto como su cuerpo les permitió, pero no pudieron articular palabra. Las cucarachas salieron en legiones. Mientras los hombres habían estado ocupados comiendo pastel, la población de las cucarachas había crecido de manera incalculable. Salieron una tras otra del papel tapiz y treparon por las carnes de los hombres. Las cucarachas se introdujeron en sus gargantas y no los dejaron hablar, ahogaron sus cuerdas vocales infestando sus laringes. No importa cuánto lucharan los hombres, no podían hablar. Las cucarachas se introdujeron por sus fosas nasales para impedirles respirar, así como los hombres habían hecho con ellas. Los hombres al final, eran sólo hombres y jamás podrían superar a las cucarachas en número. Murieron asfixiados, incapaces de hablar, de mentir y de justificarse.

Cuando no quedó ningún hombre en pie, las cucarachas salieron de sus cuerpos, se dirigieron a la ventana y abrieron sus alas.

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