La antífona de Grilia

Así como el horror es la medida del amor, la sed del mal es la medida del bien.
Georges Bataille.

Llevan caminando un buen rato, pero la tarde los sorprende a la orilla del parque de ahuehuetes, en las vías del ferrocarril que dividen el fraccionamiento donde crecieron y el informe caserío del asentamiento irregular. Sienten la grava y los durmientes a través de las suelas, mientras el viento decembrino seca el leve sudor que heredaron del espasmo y de andar por varias horas cuando el sol, ahora oculto, irradiaba la suficiente energía para generar un calor difuso que extinguió el frío. Él lleva una mochila vieja de cuero y una camisola con manchas verde y marrón atada a la cintura. Ella se acompaña del bolso que emplea siempre al deambular y su suéter azul favorito en el contorno del cuello, por encima de los hombros. De la mano, abandonan los rieles para ocupar la banca, ya iluminada por el candil colgante de la barra de acero vertical, bajo el follaje de su árbol predilecto. A no ser por el canto de los grillos que rasga el silencio y el destello del faro del tren a la distancia, la incipiente noche podría aislarlos por completo. Sin darse cuenta, se marcharon de la fiesta en que se reencontraron y ahora el mundo tampoco estaba con ellos.

El otoño anunciaba su llegada en la alfombra de hojarasca, registrando sonidos a causa del movimiento que producía el viento. Renata se instaló repentinamente en el suelo, próxima a la jacaranda que acababa de florecer, observando en su mano las líneas de la vida y el amor. Miguel se acercó para intentar hablar, tímido, acomodándose junto a ella. Hasta ese momento, él ignoraba que por varios meses esperaba a verlo en la parada del autobús, donde abordaban juntos para trasladarse a sus respectivos destinos, luego de salir del colegio, cuando vestida de anonimato ocupaba el asiento contiguo, con la esperanza de saludarlo y tratar de establecer el diálogo que le permitiera descubrir algún signo o interés común. Pero él se alejaba lo más que podía, confinado a la ventanilla, para observar el exterior mientras se colocaba los audífonos o retiraba con el cúter la cubierta de algún libro nuevo que leería por varios días al regresar a casa. Soñaba en publicar una obra excepcional; quería ser escritor. Ella, en cambio, anhelaba convertirse en psicóloga y ponía todo su empeño en lograrlo. A punto de cumplirse la hora en que debía partir, estiró la mano a Miguel para que la ayudara a incorporarse y abandonar el jardín. 

Empezaron a caminar entre las calles en penumbras cuando, con la música ya casi muda, vieron a Carlos y David emerger de entre la oscuridad y aproximarse, ofreciéndose a acompañarlos. Incómodos, aceptaron; no hubo manera de negarse. David sentía una profunda atracción por Renata. De hecho, fue él quien la invitó a la fiesta que todos los amigos organizaron en su casa porque tenía un patio muy amplio, donde cabrían y se divertirían. Ella era hermosa y disponía de mirada suave que armonizaba con su legítima sonrisa. En cambio Miguel, escuálido en la complexión, era tosco de facciones. Mientras el par de amigos intentaba acaparar la atención de la pareja, recorrieron el camino hasta arribar todos juntos al domicilio de ella, donde su madre la esperaba molesta por el retraso; no le agradaba que socializara, incluso le irritaba la idea de pensar que alguno de aquellos muchachos la pretendiera. Al despedirse, disimuladamente Renata introdujo en el bolsillo de Miguel una pequeña fotografía, con su número de teléfono en el reverso.  

Miguel no se animaba a llamarla, pero tampoco dejaba de contemplar el retrato que incluso empleó como separador para marcar los avances de sus lecturas. Molesto, le prometió a David que aguardaría al escuchar el interés que tenía en ella. Luego de un lapso considerable, Carlos dio fe de que Miguel era un hombre capaz de honrar su palabra y por eso fue legítimo intentar establecer contacto. Hasta entonces, reprimió la intensa emoción que le generaba la idea de volverla a ver, sobre todo en las noches, cuando se disponía a dormir en el confinamiento de su hogar solitario. Así, iba y venía en su diario acontecer, con algunas infracciones a la habitual cotidianidad. 

Un día, al salir de clases, ella se le acercó inesperadamente en la fila del autobús. Hola, Miguel. Lo turbó la sorpresa y olvidó contestar. Me da gusto encontrarte, no me has llamado, pensé que lo harías. Sí, estaba en eso, pero he tenido muchas cosas qué hacer. Vale, muy bien, lo bueno es que aquí estamos. Abordaron el autobús y charlaron muy amenos todo el trayecto, hasta que Renata le pidió que la acompañara, casi a punto de llegar a la parada en que solía bajar. Se hacía tarde; el reloj marcaba las cinco en punto. Encantado, claro que sí. De hecho, estaba por ofrecerse cuando ella se adelantó. Al despedirse, acordaron que se verían al día siguiente en la terminal, para regresar nuevamente juntos. 

A menudo se encontraban en el mismo sitio y a la misma hora. Las más de las veces culpaban a la casualidad y fingían asombro ante los eventuales designios del azar. Él sentía frustración por no animarse, como David antes, a pedirle que fuera su novia, pese a los evidentes signos de que no lo rechazaría y que Carlos le allanó el camino frente al amigo en común. Y aunque, con excepción de las poco fortuitas convergencias los días transcurrían llenos de tedio, no hacía otra cosa que pensar en su nombre: Renata, la que renace una y otra vez para vencer la muerte. Así la definió, pues no tenía duda de que aquellas sílabas eran la evocación más pura del amor; aprendió en sus clases de latín que el término se componía por el prefijo a, la raíz mort y la terminación is: a-mort-is: «sin muerte». Cuando se lo dijo por primera vez en la fiesta, durante un momento que estuvieron sentados en las escaleras, notó que su mirada ámbar se llenaba de un fulgor que jamás podría apagar, aunque lo intentara.

Todo en ella era hermoso. Y Miguel imaginaba que también lo veía a él de manera más o menos similar, pero dudaba que pudiese enamorarse realmente de un sujeto tan raro como solía ser él; gustaba de aislarse y caminar por largas horas en el barrio, incluso del otro lado de las vías, donde las calles no tenían nombre. Pensaba cosas irrelevantes y asumía que la vida era una pasión inútil, sin más sentido que el vacío y la inocua forma de la oquedad. «Filósofo existencialista», se autodenominaba. Cuando se internaba entre el caserío fumaba a un costado del pozo; se acostumbró a hacerlo, al rebasar aquel límite territorial que dibujaban los durmientes. Fue que una noche, antes de ingresar en el sitio sin significado, alcanzó a distinguir una jauría de perros muy excitada en mitad del llano y se acercó tratando de ahuyentarlos. Luego caminó hasta su lugar de siempre, en silencio. A partir de entonces los perros lo ubicaron y ya nunca más le produjeron miedo; incluso lo seguían a todos lados, parecían haberse hecho amigos. Al día siguiente, ella lo besó. 

Pasaron algunos meses y Renata y Miguel hicieron el amor en un hotel de paso, lejos del barrio; faltaron a clases. Al pagar la habitación tuvieron miedo de que les pidieran sus identificaciones; no querían que nadie se enterara hasta dónde habían llegado ni el paso que darían. Las palabras dulces fueron obsoletas y luego de los primeros encuentros cedieron paso al lenguaje de la pasión procaz. Aquellos cuerpos se hicieron expertos al descubrir que tras la forma de la inocencia la carne dictaba y el alma sucumbía. Fue que se enamoraron aún más e hicieron de todos los sitios posibles la alcoba de su intimidad. Pero entre gritos de espasmo y delirios frenéticos conocieron también el ritmo del fastidio, el peso de la indiferencia, el rostro de la insatisfacción. Renata casi siempre estaba enojada. A Miguel no le importaba mucho que otros la pretendieran y en las reuniones y fiestas que llegaban a asistir terminaban peleados. Regresaban a sus hogares cada uno por su lado. 

Coincidieron en la posada sin ponerse de acuerdo, por pura inercia del espíritu o porque había entre ellos algo más fuerte aún que, desde el interior, los forzaba a estar juntos para separarse. Cansada del silencio de Miguel, Renata le pidió salir a caminar. La conocía perfectamente y sabía que era una invitación a intentar romper el trance del hastío que no pudieron superar y que él tanto odiara. ¿Quieres que te enseñe un lugar que nunca antes le he mostrado a nadie? No contestó nada, pero permaneció a su lado, amparada por la memoria de quien leía a su lado en el autobús. Por momentos revivió la emoción que le causaba verlo, antes de que platicaran por primera vez, pero pensó de inmediato que iniciaría una vez más el maniaco juego al que no podía dejar de prestarse, ese rol lastimoso en que se dañaban uno al otro; uno, a pesar del otro.

El tenue telón de la yerba se abrió con algunos pasos que dieron juntos para escalar la grava y alcanzar los rieles que cruzaron, hasta llegar al otro lado, y el mundo también se alejó de ellos. Fueron al pozo y la soledad liberó la piel sobre las prendas que, eufóricos, se quitaron y tendieron para evitar el roce de sus cuerpos con el suelo agreste. Pasado el letargo, superadas las convulsiones, se vistieron y de la mano iniciaron el regreso. Los viejos perros aullaron, pero el cuerno del ferrocarril enmudeció todo mientras la máquina delineaba con su faro una lejana estrella artificial. Miguel se ató la camisola con restos de pasto y tierra a la cintura, cruzándose también la mochila por encima del hombro. Ella se anudó el suéter en el cuello y tomó el bolso.

Al bajar de las vías, se enciende el canto de los grillos y rumbo a la banca él le reclama por no acudir a la cita en la parada del autobús donde tantas veces la esperara. Los rieles rompen el silencio como cuchillos rasgando el viento. Miguel extrae de la mochila sus lecciones preliminares de filosofía, cuya cubierta abre con el cortador, y saca también la gastada fotografía donde aún puede leerse el número telefónico que ella dejó de contestar. Publiqué mi libro, mira. Se lo entrega junto con el retrato. Mamá no me lo permitió, me confundió mucho, lo siento. La estridencia del tren agrede todo, hace vibrar la tierra, sofoca todo con su locomoción. Ella lee la dedicatoria: «A la memoria de Renata», y no puede más que obedecer el impulso de su corazón, montándose en él, besándolo con ternura. Entre el fragor y la confusión disonante, bajo la tenue luz del candil que cuelga del poste, él la besa también. Mujer y hombre se funden en la arritmia del forcejeo, en la disoluta arquitectura de una figura cuyo cimiento es el odio y el rencor signado por el abandono y la frustración. Luego Miguel se marcha triste y solitario, cavilando en el sentido equívoco de la existencia, siguiendo la ruta del tren, por el camino de los durmientes que lo conducen a ningún sitio. Amparada por el ahuehuete imperecedero, con el libro entre las manos y el suéter azul en el rostro, del cuello de Renata brota un flujo rojinegro que se estanca bajo su cuerpo inerte y refleja la luna opaca; la vida se le evapora en mitad de la noche fría, sin nadie alrededor, olvidada en la intimidad del parque público donde tantas veces amó y en ocasiones, también, conoció el amor.

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