Los manteles

Cansado de trabajar todo el día, David tomó el tranvía para llegar a casa media hora antes de la caída del sol de las seis de la tarde. Sentado en la parte posterior, pensaba en su mujer y sus hijas. Las veía vestidas con bonitos vestidos de gala, poniendo la mesa. Trataba de imaginar qué mantel habrían elegido esta vez, eran tantos los que tenían.

Algunos habían sido tejidos con hilo de crochet, otros fueron bordados con figuras de los guardianes celestiales tales como el león y la vaca roja; otros con hojas de parra y flores campestres, y los de lino blanco bordados con copas, velas y figuras de peces en tonos blancos, azules y dorados.

Cuánto tiempo habrá ya pasado que los hicieron, ¿quizás 200 años? ¿Quiénes fueron en realidad los antiguos dueños? ¿Qué tipo de vida habrían llevado?, se preguntaba curioso. No lo sabía con exactitud. Algunas veces creía verlos reflejados detrás de las luces de las velas de la Menora, durante la cena del Shabbat, vistiendo elegantes trajes y vestidos de aquellas épocas, adornados con broches, medallas y grandes joyas que brillaban como cristales sobre la pared. Y para no ser vistos, se ocultaban entre las sombras que proyectaban él mismo, Rebecca y las niñas.

Alegre, seguía contemplando el ritual del Shabbat; adoraba la energía de esa cena en donde los ojos de todos los participantes brillaban al seguir el salto de las llamas de las velas, que danzaban al ritmo de los rezos y el compás del viento.

Pero sobre todo, le entusiasmaba saber que en esa mesa jamás había faltado ni el pan ni el vino ni la sal ni la pimienta como símbolos de alegría y prosperidad, ni los ricos platillos con recetas de antaño, ni los panes en forma de trenza llamados Jalá, los cuales Miriam aprendió a hornear de su abuela y ahora la pequeña Sina también los preparaba con la misma gracia como lo había hecho la abuela Raquel.

El fuerte sonido de la campana del tranvía alertó a David de la llegada a la próxima estación. Rosenbergstrasse, anunció el conductor.

Rápidamente David se alzó y dejó el tranvía. Caminando entre las calles y parques hizo el mismo recorrido de todos los días. Pero al llegar a su calle, sorprendido constató que su casa ya no estaba.

¡Hashem! ¿Qué es lo que está pasando? ¿Pero dónde están todos? No hay un alma en esta calle. ¡Seguro que he caminado en dirección opuesta! ¡Pero si Rosenbergstrasse es la parada correcta! ¿O será que estamos otra vez en guerra?

Caminando con los puños y los labios cerrados, David vio a lo lejos el resplandor de las luciérnagas, que volaban en dirección al oscuro callejón. Intrigado, comenzó a seguirlas adentrándose en la densa niebla del sombrío callejón, atraído por las luces azul-verde y los cantos en hebreo, hasta darse cuenta que se encontraba en el cementerio del bosque Rosenberg.

Reconocía algunas voces y el sonido de las bandolinas, percatándose de que aquellos músicos no eran otros que sus familiares y amigos.

Shabbat Sholom, querido, ¿por qué has tardado tanto? ­–le dijo su madre tocando la bandolina. Son ya once días que te estábamos esperando. 

–Disculpen, pero no estaba enterado de esta invitación. ¿Dónde están Rebecca y mis hijas? –preguntó David.

–Ellas no fueron invitadas –respondió un Rabino que se había acercado.

–¿Por qué no? –preguntó David.

–Porque ellas todavía no pertenecen a este plano –respondió su madre.

En ese momento David recordó cómo caía la bomba en la fábrica, destruyéndola y matando a todos.

–Madre, ¿por qué dices que no pertenecen a este plano? –gritó David desesperado–. ¿No querrán decir que estoy muerto, y que soy ahora un fantasma, verdad?

–David, ¿qué es lo que no has querido entender? Pero claro que ahora eres un fantasma, hijo mío. El incidente de la fábrica te ha matado a ti y a cincuenta personas más. Ya han pasado seis meses del terrible incidente. Rebecca y las niñas están exhaustas de verte rondando seguido por la casa, por eso ayer finalmente la demolieron.

David quedó pensativo.

–Déjalas tranquilas, hijo –continuó su madre–, algún día el Señor las traerá aquí de vuelta. Ahora ven, y siéntate con nosotros.

Resignado, David se sentó y, encorvado, junto a su tumba, lloró amargamente. Recapitulaba con añoranza cada etapa de la historia de su vida. Tomó la mano de su madre y, aceptando su nueva realidad, asió la bandolina y comenzó a tocarla.

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