Coyote

Moisés nada de un lado a otro,
sincroniza su colmillo con un nado de espalda y mariposa.
Nació para eso, función de lactancia.
Navegó entre la corriente a los tres meses de edad,
su madre lo dejó envuelto en una cesta de papiros,
oculto entre bultos de maíz.

Moisés consiguió papeles gracias a la adopción de unos gringos,
tuvo edad para saber que su color no hacia juego con el de la casa,
creció en los lindes del río al compás del Tex-mex,
aprendió a chiflar y a nadar como parte del oficio,
se tatuó con caligrafía pachuca:
“Del agua te sacamos, mojado llegaste”,
ganó fama por su astucia,
por celebrar guateques en el desierto,
por auxiliar a los suyos en el nado a cambio de unas pacas.
Zarpaba en cada luna,
por eso le dicen “coyote”,
el primero,
el de la venia.

Una se halla bistec sobre la ración de frijoles,
engrudado arroz corpóreo,
refrigerio para las tripas.
La inocencia yace entre las vísceras
como el primer vuelo en papalote
y el apresurado aterrizaje a causa del chubasco.
Nadie levanta papalotes al primer soplo,
solo Moisés con su aire repentino,
cortina de humo que distrae durante el cambio de guardia.

Moisés se mueve como la nube que traiciona y no avisa lluvia,
pronuncia unas palabras,
–esdrújulas todas–
(vámonos, súbanse).
Un escozor en el pie anuncia su viaje,
deletrea su campiña,
ahoga el silbido de sus compañeros al compás de la texana,
saborea una pereza uniforme.
Cansa el oficio de acarrear la carne.

Reconocemos el chirrido del río,
taquicardia marina que responde a su origen.
Es junio, tiempo de aguas;
mes que fermenta una enmarañada en el suelo del arbusto,
germina enredosa en espera de canillas.
Si tienes ventura, pernoctas en un islote,
lodazal que se forma con el paso de los otros.
Si te cruza Moisés usará su báculo como remo, navaja multiusos,
una vez afilados los pendientes
se piensa en el escaño,
cruzar el río es un segundo bautismo,
de vez en cuando hace sus pininos Noé,
coyotea con las molleras y remoja sus huaraches a falta de padrino.

Tiene entre sus labios la nostalgia de Moisés,
se le entume la lengua,
amarra los zapatos a la mañana,
se descubre solitario en su comercio.
Hay ciertos hábitos que se afilan con las horas
pero nos gusta provocar miedo,
andar en el grisáceo túnel,
torear al travesti que disimula con labial
los restos de cemento que escurren en su rostro,
tirar la cuota del paso sobre coladeras,
desfilar sobre estiércol;
nos gusta lo cursi que suena “mirar la luz al final del túnel”.
Todo porque no nos atrevemos a cruzar las avenidas,
todo porque el estómago se encoje,
porque el hambre aprieta un poco menos de este lado,
y la idea de la nieve nos blanquea el horizonte,
nos talquea la nariz durante el trayecto.
Y así llegamos reconociéndonos menos,
aullando quedito,
pagando la astucia para encenderle otra veladora al santo coyote de los mártires.
Ya no hay fijón Mexican Power,
la buena sombra del exilio nos cobija.

Deslizo esta lengua como lagartija en la entrada de una casa,
un plomizo sabor en el ambiente la ubica cercana a la frontera.
Mi lengua hace el trabajo de un velador,
vela este cuerpo de mazorca que truena en las pisadas,
bruñe con la rotación lunar.
Mi menstruación nos revela que tan largo ha sido todo
cuando el cuerpo pilla a través de sus fluidos.
La sangre no siempre viene de un dolor ajeno,
eso nos recuerda que el tiempo es una regla que se rompe.

La gracia radica en continuar,
construir bajo el cemento fresco,
llevar suficiente morralla para el pasaje,
estira y afloja que nos resta monedas en la pista.
¡Qué tiro, señor!
Llegar a rebanar yardas,
a podar deshonras,
a imaginar desde el teléfono las arrugas de mi madre,
los baches del lugar donde crecí
¿De qué tamaño es la tajada?
según el tipo de cambio.
para el migrante el trueque
es una práctica que no se pierde.

Me llamo Cesárea y en el nombre llevo la estría.

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