Hoja de lata

En qué momento de tu vida 

llegó el juguete a tus manos,

es impreciso.

Eso fue hace más de un lustro y medio siglo.

 

No te puedes observar, sólo recuerdas lo que entonces viste:

Un juguete multicolor, barnizado, un arco iris

donde se balanceaban unas sillas 

como breves mariposas 

al viento sobre las hojas de un árbol.

«Es una rueda de la fortuna», explicó mi padre

(no distingo la voz de mi madre).

 

Gira la cuerda. Escucho el aceitado mecanismo;

—y gira la rueda sobre su eje y las sillas oscilan 

como los viejos en las mecedoras—:

ya en el suelo, la música de las campanillas:

«ding, dong».

 

Me acerco arrastrándome al juguete;

me pregunto: ¿cómo se mueve?

E intento ver los discretos fantasmas 

autores y jinetes de esa maravilla.

 

Y quizá un par de ojos me miraron pícaros

desde alguna de las canastillas al vuelo.

O sólo un guiño del destino.

 

Apenas entrevista la fortuna,

tan de cerca,

algún filo del juguete cortó mi frente.

 

Me queda aún la cicatriz

—mi suerte— 

por encima de la línea de esta ceja.

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