Cuando hablamos de violencia ambiental es necesario recordar al norteamericano Edward Abbey, nacido en 1927 y muerto en 1989, quién escribió sobre esa parte que en verdad es 100% norteamericana: el paisaje del sureste, pero también de las personas dispuestas a defender su hogar a costa de su vida. Muchos de sus personajes entienden como su vivienda, no sólo la casa que habitan, sino los ríos a su alrededor, las montañas que miran todos los días, los animales que cruzan su pequeño o grande jardín. Su pluma y sus acciones personales lo hacen ver como un visionario de la ecología, más cuando ahora sabemos que un incendio en la selva del Amazonas puede cambiar el clima de todo el planeta.

El imaginario colectivo identifica a los Estados Unidos de América como una nación que en sus inicios tenía a los indios y sus contrarios: los vaqueros y los militares que mataban gente y bisontes, pero también de buscadores de oro que dragan ríos o destruyen lomas para encontrarlo. El viejo oeste, rezan los gringos. En una era donde lo políticamente correcto se vuelve eufemismo para ocultar el saqueo ambiental a la propia nación, las letras del rebelde Abbey y sus entrañables personajes permanecerán como parte de esa literatura que habla de la nación profunda, la que nos han querido ocultar. Su mejor novela es La banda de la tenaza (The Monkey wrench gang), de 1975, donde habla de un ambientalista feroz, capaz de tirar puentes, quemar instalaciones eléctricas y otras acciones peores para hacerse terrorista con la convicción de estar protegiendo el ambiente. Esto tiene que ver con algo que sucede en muchos países, no sólo el norteamericano: la legalidad contra la realidad.

La ley debe precisar qué rubros atender y cómo hacerlo: la protección de especies locales o la determinación del uso de suelo para la explotación de plantas, la tala legal, el calentamiento regional, la intocabilidad de áreas verdes o la distribución artificial de los ríos y muchas otras situaciones deben estar previstas en la ley. Las normas ambientales suelen ir detrás de las investigaciones, quizás académicas, quizás de las compañías que explotan ese medio ambiente. El tema de la conservación y distribución del agua es prioritario a nivel mundial. Ante leyes insuficientes para la protección ambiental, la población debe escoger entre luchar por la ecología y el medio ambiente de su hogar, ciudad o estado con las herramientas legales a su alcance o con una acción directa, a veces violenta. “La banda de la tenaza” narra las peripecias de cuatro personajes que encarnan parte de esa sociedad estadounidense pero que terminan en actos violentos ante un factor replicado en todas las naciones: la confrontación conceptual entre lo urbano y lo rural. Mientras las ciudades carecen de lugares para la producción agrícola y ganadera, en las zonas rurales puede ser la ocupación principal. Las leyes ambientales deben empatar la necesidad de los primeros en recibir alimentos y la necesidad de los segundos en preservar su medio ambiente.

Se asume que toda la población debe ser llevada al cumplimiento de lo legal porque la pulsión violenta en los hombres, como en todo animal territorial, nunca desaparece. Las personas somos violentas por naturaleza, pero en el tema del medio ambiente, cuando las leyes suelen ser parciales, debe buscarse con mucho cuidado cómo tratar esta pulsión en la población porque, no importa lo que digan las leyes, si las personas ven cómo se van talando los árboles, cómo se depreda el medio ambiente, habrán de reaccionar sin escuchar mucho al raciocinio, más dirigidos por su instinto animal de supervivencia: todos los mamíferos saben por instinto si un lugar debe ser abandonado para la permanencia de la especie.

La banda de la tenaza es una novela indispensable para comprender cómo las visiones autocríticas sobreviven al paso del tiempo con un dejo de humor: “cuando oigo la palabra cultura, saco la chequera”.

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